Es increíble como una simple receta puede sellar lazos dentro de una familia, en el caso de la mía, una buena receta siempre se convirtió en un texto de culto, una oración rezada por mi papá a diario para poder alcanzar el paraíso de los fogones. Parece que fue ayer cuando mi hermana, en un acto de plagio inocente, copió una receta en medio de una conversación abierta, y la hizo suya para siempre con sus polvos mágicos; a partir de ese día, aquella gloriosa natilla no paró de despertar pasiones entre los afortunados que llevaban una cucharada de ese manjar a sus bocas. Ella solo estaba siguiendo un camino que ya otros habían abierto y que muchos seguimos andando.
El arte de la buena cocina no se creó para saciar el apetito nada más, (qué tristeza quien crea algo así), ese arte se materializó para dejar legados, para que el hecho de compartir tras una mesa se convirtiera en una experiencia de amor, no sólo comiendo: sino imaginando y preparando lo que al final llegaría a nuestros platos. Por lo menos en la cocina del numero 52 siempre fue así, en realidad sigue siendo así. No sabemos ver la vida si no es horneando algo, hirviendo otras tantas. Es nuestra forma de regalarle un trozo de nosotros mismos a un visitante, a un amigo.
Yo en estos momentos, extraño bárbaramente poner a batir mis 250 gramos de mantequilla con una taza de azúcar y transformarlo en ese bizcocho dorado, crocante, como una nube que tanto le gustaban a mi mamá y mi hermano comerse ¡aun caliente!; pero sigo soñando, porque sé que habrán muchos hornos en el furturo que reflejarán nuestras caras, de nuevo unidas, mientras vemos cómo se eleva esta herencia de valor incalculable.
El arte de la buena cocina no se creó para saciar el apetito nada más, (qué tristeza quien crea algo así), ese arte se materializó para dejar legados, para que el hecho de compartir tras una mesa se convirtiera en una experiencia de amor, no sólo comiendo: sino imaginando y preparando lo que al final llegaría a nuestros platos. Por lo menos en la cocina del numero 52 siempre fue así, en realidad sigue siendo así. No sabemos ver la vida si no es horneando algo, hirviendo otras tantas. Es nuestra forma de regalarle un trozo de nosotros mismos a un visitante, a un amigo.
Yo en estos momentos, extraño bárbaramente poner a batir mis 250 gramos de mantequilla con una taza de azúcar y transformarlo en ese bizcocho dorado, crocante, como una nube que tanto le gustaban a mi mamá y mi hermano comerse ¡aun caliente!; pero sigo soñando, porque sé que habrán muchos hornos en el furturo que reflejarán nuestras caras, de nuevo unidas, mientras vemos cómo se eleva esta herencia de valor incalculable.